La Mesa de Miranda, donde se emplaza el poblado fortificado del mismo nombre, es un extenso cerro amesetado y escarpado, ubicado estratégicamente en la confluencia de los ríos Matapeces y Rihondo, a 1145 m de altitud y 26 km al oeste de Ávila. Domina desde lo alto un extenso territorio, que limita al norte con las tierras llanas y agrícolas del valle del Duero, y al sur con las primeras estribaciones de la sierra de Ávila, un paisaje caracterizado por la aparición de grandes canchales graníticos y tierras de pastos, lo que ha servido para resaltar el carácter ganadero de las poblaciones de la Edad del Hierro asentadas en la zona.
Es uno de los grandes oppida vettones de la Meseta occidental. Fue descubierto en 1930 y excavado por Juan Cabré, su hija Encarnación Cabré y Antonio Molinero entre 1932 y 1945. Los trabajos arqueológicos se centraron fundamentalmente en la necrópolis, conocida vulgarmente como La Osera, famosa por su extensión -2230 sepulturas- y sus ajuares metálicos, con más de 5000 piezas recuperadas. Se localiza ésta en una gran explanada al sur de las puertas principales del asentamiento, a unos 350 m al exterior de la línea que forman las murallas del primer recinto y a unos 100 m del segundo.
Se trata de uno de los cementerios más grandes y mejor conocidos de la Segunda Edad del Hierro en la Península Ibérica. Fue excavado en su totalidad, aunque sólo se publicó una parte. Su trabajo permitió documentar algo más de 2.100 sepulturas realizadas en hoyo -muchas de ellas sin protección o protegidas por una pequeña laja de piedra- y 60 túmulos y encachados de piedra de distinto tamaño (entre 2 y 6 metros de diámetro) y forma (oval, circular, cuadrangular), que encerraban varias urnas. La cremación de los cuerpos era el ritual característico y se llevaba a cabo quemando en una pira el cadáver vestido con sus mejores galas, armas y adornos. Las cenizas y los restos de huesos y objetos que formaban el ajuar, eran recogidos entre los carbones de la pira funeraria y llevados al cementerio, donde eran depositados en una vasija de barro o directamente en el suelo, envueltos en una tela o tal vez en pequeños recipientes de material perecedero. En el interior de las vasijas, además de las cremaciones, se solían depositar pequeños objetos de adorno personal. En el caso de que estos objetos fueran armamento más complejo o grandes piezas, se colocaban entonces alrededor de la urna, a veces inutilizándolos con anterioridad al enterramiento
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