lunes, 29 de junio de 2015

Ruinas de Numancia - Cerro de Garray

De Numancia (Soria), en el cerro de Garray, apenas quedan unas pocas ruinas. El emplazamiento de la ciudad fue establecido en 1860 por E. Saavedra. A. Schulten inició en 1905 las excavaciones. Se ha descubierto una ciudad arévaca de pequeña extensión en la cima del cerro. Esta ciudad indígena constaba de casas de piedra y adobe, de unos 40 m2. de superficie, y habría albergado unos 10 000 habitantes. Poseía un sistema de canalización de aguas residuales. Sobre sus ruinas se construyó, tras la conquista en el año 153 a.c., una ciudad romana, mucho más extensa, con una muralla de 3100 metros de perímetro, poblada mayoritariamente por pelendones, a los que los romanos vendieron las tierras de los arévacos.
Quedan unos muros apenas resaltando sobre el terreno, quedan unas marcas por las estancias que fueron, unas pocas piedras en la llanura soriana. Aquí estuvo Numancia. Su caso recuerda a Sagunto, y sin embargo ha quedado con mayor fuerza en la memoria española. Quizá porque la ciudad levantina luchaba por mantener una amistad dada a un extranjero - Roma - contra otro extranjero -Cartago- mientras que en Numancia no había más que unos hispánicos -los arévacos - resistiéndose a aceptar consignas y leyes de gente lejana, por duros que fueran sus soldados, por sofisticadas que resultaran sus armas contra las pequeñas defensas de los numantinos. Ninguno de ellos se salvó para escribir la historia del cerco, de forma que tenemos que acudir a las fuentes enemigas que, en esta ocasión, hablan con gran respeto de los vencidos. Appiano, en las «Guerras Ibéricas», nos da cuenta de la lucha que se inicia con una estrategia calculadora y precisa de Escipión. Los numantinos -sólo ocho mil- aceptaron la llegada de sus tropas con alegría. Habían vencido tantas veces a los romanos que no les importaba mostrar de nuevo su valentía. Así salían continuamente de la ciudad provocando el combate... Era en vano. Escipión había decidido no perder uno solo de sus hombres luchando con aquellos locos y por primera vez hizo algo en la historia de los ataques a una ciudad amurallada. La amuralló a su vez. Con burla primero, preocupación creciente después, los sitiados vieron levantarse siete fuertes a distancia regular alrededor de la villa. Siguió a esto la apertura de un foso y detrás un muro de ocho pies de alto. Como el río Duero era camino de espías y de proveedores de víveres, el romano alzó en sus márgenes unos castillos de los que pendían unas vigas atadas con cuerdas y erizadas de púas de hierro. Movidas por la corriente, eran obstáculo peligroso para quien intentara el paso... Con ello no sólo cortó la llegada de alimentos. Cortó también la entrada de información, lo que para un sitiado, como para un prisionero, es lo más duro que pueda ocurrirle. ¿ Qué hay al otro lado del enemigo? ¿ Le llegan refuerzos? O por el lado de la esperanza: ¿se darán cuenta los hispanos vecinos de la necesidad de ayudarles acabando con los sitiadores extranjeros? Nada. Silencio. En el silencio, unos muros, unas torres, unas catapultas listas, unos ballesteros. Cuando grupos desesperados de numantinos atacaban un punto, se levantaba una señal y centenares de soldados acudían al punto amenazado hasta que dominados por el número - había alcanzado los setenta mil- los numantinos retrocedían, y volvían a encerrarse en su ciudad... donde naturalmente faltaba día a día el pan. «Hermana mía, ¿pan tienes?¡Oh pan Y cuán tarde vienes que no haya pasar bocado! Tiene la hambre apretada mi garganta en tal manera,que aunque este pan agua [fuera no pudiera pasar nada.» Recuerda Miguel de Cervantes en El cerco de Numancia. La situación obliga a pensar en la entrega. Los enviados dirigidos por Avaro recordaron al general romano las muestras de valor que había dado Numancia y pidieron una paz honrosa que no les llevase a la desesperación de morir matando. Escipión rehusó. Sabía la situación crítica de la ciudad y quería la rendición sin condiciones. La ira de los numantinos al oír la respuesta fue tal que los primeros en pagarla fueron los mismos enviados acusados de jugar la carta enemiga.
Sólo por el hambre podía rendirse Numancia» -comenta Appiano-. y por el hambre fue. Tras comer pieles cocidas devoraron a los muertos y después a los enfermos que daban vida a los más fuertes. El fin estaba cercano. Decidieron matarse unos a otros y que cada uno que matara entrara a su vez en el fuego que hicieron en medio de la plaza.
Así lo vio Cervantes. Teógenes pide a un numantino que le atraviese con la espada como si se tratara de un romano.
«Numantino: También a mí me agrada y satisface pues que lo que quiere es nuestra fortuna, mas vamos a la plaza donde yace la hoguera a nuestras vidas importuna, porque el que allí venciera pueda luego entregar al vencido al duro fuego.
Teógenes:
Bien dices; y camina que se tarda el tiempo de morir como deseo. Hora me mate el hierro, el fuego me arda, que gloria y honra en cualquier muerte veo.»

«La mayor parte de los habitantes de Numancia -concluye el historiador- se dieron muerte a sí mismos y los que quedaron salieron a los tres días para el lugar donde les habían destinado, ofreciendo un espectáculo horrible y extraño con sus cuerpos escuálidos, sucios y desgreñados, malolientes, con las uñas crecidas, los cabellos largos y los vestidos repugnantes.»
En el atardecer, sobre el campo numantino, parece verse todavía esa larga, triste procesión. Si ha habido un castillo donde flotaran los fantasmas que dan aprensión y temor es éste.

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